Los diarios de viaje de los misioneros y aventureros en tierra de Primeras Naciones, han sido documentos invaluables para conocer no solamente las costumbres de los antiguos, sino también el pensamiento y el sentimiento del hombre blanco. Clemente Onelli, en 1899 en las tolderías del cacique Quilchamal, describió lo vivido durante un funeral: “A las ocho de la mañana llegó como un quejido lejano, una nenia cantada por voces de mujeres que de espaldas al sol parecían manchas agigantadas sobre la estepa blanca. Tres indias parientas del muerto”. Las mujeres nunca tienen nombre, simplemente son “indias que cantan”.
El naturalista y sacerdote misionero Joseph Sánchez Labrador, escribió en el siglo XVIII que entre los aucas, moluche y pehuenche, “cuando muere un cacique, lo envuelven con las mantas adornadas. Una vieja que tiene en la mano una vara adornada con cascabeles que le sirve de batuta entona un canto triste, siguen todos los demás con pausa en gritos descompensados". Labrador es otro que se decepciona con la poca predisposición de los indígenas a la conversión al catolicismo. “Un misionero en un día claro oía a un indio que hablaba con el sol y le daba las gracias de que les enviase un día tan bello, le suplicaba que le conceda larga vida y también muchos días como aquel. El misionero tuvo trabajo al tratar de convencer al indio de que el dios es el que da vida y sanidad. El indio contestó: Nosotros hasta ahora no hemos reconocido otro mayor que el sol”.
Cuando se iban unos, llegaban al poco tiempo otros. Un misionero llamado Teófilo Schmid en 1862 emprendió su aventura para evangelizar a los indios patagones. El 28 de septiembre, aprovechando la visita ocasional de un grupo provenientes de Río Negro que iban camino a Punta Arenas, se dispuso a compartir la vida entre ellos. Luego de una larga cabalgata llegó al toldo del cacique As Caik, donde se le brindó un lugar cómodo. “Un viejo indio prorrumpió en un canto estilo de ellos, muy peculiar por cierto, y un curandero se empeñó en producir un ruido ensordecedor, para mí muy desagradable, con un par de cascabeles hechos de cuero de guanaco. Me explicaron que el concierto se realizaba en mi honor, para celebrar mi llegada”.
A Schmid se lo trató desde el primer día como si fuera de la familia, aunque había cosas que no le gustaron de las costumbres patagónicas, como que no tuvieran horas fijas para la comida, sino que lo hacían cuando tenían hambre. Renegó de la lentitud con que los pequeños hijos de Casimiro aprendieron las vocales. Su apuro era que deseaba que aprendieran inglés en unos pocos días.
En su estadía pudo visitar otras tolderías cercanas al margen norte del río Gallegos y aprovechó para escribir que “las viejas siguiendo su costumbre de exteriorizar alegría, pena o cualquier otra emoción, prorrumpieron en seguida a cantar en su tono característico, monótono, disonante, a manera de bienvenida”.
Criticó fuertemente que al repartir las chafalonías que llevaba como obsequio, las mujeres enseguida festejaban cantando. El misionero, luego del concierto les hizo prometer que no venderían ni regalarían lo recibido y repartió según su parecer. Pero al día siguiente y sin reparar en su enojo, la que no le había encontrado uso al objeto recibido lo había trocado y otras directamente lo habían regalado a las que no habían recibido nada.
El aventurero Benjamin Franklin Bourne se embarcó en 1848 desde New Bedford, Estados Unidos, como marinero en una tripulación de veinticinco hombres. Era la fiebre de oro de California y había que pasar por el Estrecho de Magallanes, donde tuvieron la mala idea de detenerse a saludar a un grupo de patagones en la costa, a fin de pedirles comida. Los nativos le contestaron que tenían mucha, pero en las tolderías. Al verse rodeados y entender que querían llevarlos hasta allí, se declararon cautivos. Benjamín, como un buen héroe, se ofreció a quedarse. En los noventa y siete días que duró el "cautiverio", escribió su odio por las mujeres que encontraba repulsivas y, encima, cada tanto “cantaban en tonos estentóreos un ye ye yuip yuip lar lapuly yapuli”.
En una oportunidad, la tribu debía cruzar un río caudaloso y tuvieron que construir embarcaciones. Para el "cautivo" fue una sorpresa cuando los vio recoger ramas para armar un marco cuadrado que cubrieron con un cuero, de modo de que parecía una gran olla de dos metros cuadrados. Sin el uso de hacha ni martillo, sin oír ningún golpe de herramientas al cabo de unas horas todos estuvieron listos para cruzar. A Bourne lo subieron en la que llevaba efectos hogareños y algunos niños. “Un extremo de un lazo fue atado al bote y el otro a la cola de un caballo. Un salvaje montó con una brida atada al extremo de madera del lado que daba a la dirección de la corriente. Una mujer fue colocada en castillo de proa con el propósito de cantar, para asegurar la buena suerte”.
El aventurero estaba seguro de que si algo salía mal lo culparían por la desgracia y lo matarían, siempre estaba especulando en que todos planeaban algo malo con él. Durante el cruce del río todas las mujeres cantaron “Yek yah youri miti, yek yah mouri miti”, los jóvenes acompañaron en un coro unísono entonando un “yah yah yah yah”. Pero los accidentes ocurren, y aquella vez una de las embarcaciones se soltó de un lazo. Dentro del barco de cuero iba como pasajero un niño de corta edad. Las mujeres, que ya estaban en la otra orilla, al darse cuenta del accidente cantaron de nuevo “un treno sonoro y quejoso, los cantos se hicieron más fuertes, era un lamento ceremonial que invariablemente preludiaba la muerte de un caballo. Por lo que se sabía, el niño estaba vivo, sería mejor esperar hasta saber más del asunto. Finalmente se había salvado pero el bote se había perdido”.
Durante su “cautiverio” la tribu, que entendía que se habían quedado varado, lo escoltó y le prometió que lo ayudarían a buscar rescate, y en todo momento se lo trató como uno más. En uno de los traslados, cerca de la ensenada Corey, el sitio tenía una vista plena del Atlántico y Bourne vio a lo lejos los mástiles de una goleta, que indudablemente se había confundido de rumbo creyendo que estaba en el Cabo Virgen. “Le indiqué el barco a los indios y les pedí que me llevaran a la playa para pedir rescate. Cuando íbamos hacia allá la goleta empezó de pronto a alejarse de la costa, subí a un risco y de pie sobre el caballo agite mi chaqueta. Fue en vano”.
Una noche que estaba en el toldo con el jefe de la tribu, otros hombres se encontraban discutiendo afuera, otros murmuraban algo con tono ofuscado y Bourne pensó que todos estaban conspirando contra él y que seguro querían matarlo. Se acercó al jefe y trató de persuadirlo, expresando una falsa admiración hacia la tribu y pidiendo que no lo matasen. El jefe lo miró indiferente y le dijo que se durmiera, que nadie entraría al toldo. El aventurero no podía cerrar un ojo sin pensar en su única arma de defensa que guardaba entre las ropas, y las mil y una forma de atacar y defenderse cuando la indiada entrara a asesinarlo. No pudo resistir a pedirle al jefe nuevamente por su vida. El jefe que ya estaba agotado por el barullo de afuera, le aclaró que nadie quería matarlo, que el lío era porque uno de los hombres quería desposar a una de las mujeres y no tenía dote suficiente, no había podido reunir ni un solo caballo para entregarle a la familia por su enamorada. Con una voz poco amigable, le repitió que se durmiera de una vez.
Bourne planeó muchas veces su fuga, se le había ocurrido que les podía hacer creer que se había apegado a algo o alguien, decir que saldría a cazar para que pensaran que volvería. Pensó en elegir a una de las mujeres, pero todas le parecían horribles y sucias. Tenía que buscar la confianza de la tribu con una mentira. “Elegí un perrito blanco como mascota, un pequeño demonio inmundo, lo mimaba como si hubiera concebido un violento cariño por él. Es cierto que cuando lo veía lamiendo la carne destinada a nuestra comida, no me era fácil contener el puntapié que se merecía y hacerle saltar sus indignos sesos de la cabeza”.
Con el perro logró crear la impresión de un apego, todos le creyeron, aunque en la intimidad odiaba al animalito. “De vez en cuando me desquitaba, cuando no había testigos”. Finalmente se fugó, y sin el perro. Había estado invitado a convivir con los patagones sin sufrir ningún tipo de violencia desde el 1 de mayo hasta el 7 de agosto de 1848.
La vida de los misioneros, los naturalistas y exploradores escrita y descripta por ellos mismos dejan entrever las grandes contradicciones. Siempre con la consigna de que algo hay que obtener del otro, ya sea su territorio, sus creencias o su propia vida.
El hombre bajado del barco libreta en mano escribió en nombre de la civilización, con ojos de extranjero vanidoso. Con un dios y sus representantes que hoy hasta pueden liberarlos de todos sus pecados, limpiarlos, para hacer borrón y cuenta nueva. Mientras tanto, las Primeras Naciones siguen agradeciendo al antv, al sol, por la vida y el alimento diario. Hasta tiene su propio canto, que dice “Antv iem mai”, una veneración repetida en número par. Siempre es el mismo sol para todos, un dios al que no se le promete nada y se lo ve.