I

La mañana del último 21 de abril recordé ese viaje que hice caminando, por Italia, hacia su capital. Alguna vez había escuchado al cineasta Werner Herzog decir que para aprender a contar historias y conocer el alma de las personas, recomendaba viajar a pie, le hice caso. Armé una mochila ligera y emprendí el trayecto entre San Gimignano y Roma, un paso detrás de otro. Durante aquel viaje mucha gente que crucé me decía: “Hablás el italiano con el mismo acento que Francesco”, se referían a su santidad por el nombre como si fuera un amigo, y a mi por tener el mismo origen que él y hablar la lengua de Dante con cierta cadencia rioplatense extendían esa fraternidad. Además, me hicieron ver lo mucho que significaba que haya elegido su nombre en homenaje a San Francisco de Asís que dejó sus riquezas y poder para predicar entre los pobres.

Tarde dos semanas en llegar a Roma, con mi bastón de peregrino hecho de una rama de un roble hallada en un bosque, llegué con mi cansancio y felicidad a cuestas, era el día de nochebuena de 2014, todavía no se habían cumplido dos años de su etapa como Pontífice. Esa noche me alojé en un convento del Trastevere, donde las monjas tocaron la guitarra para un japonés, un español peregrinos y una voluntaria italiana.

Después de la cena, y cuando ya estaban durmiendo las hermanas, nos besamos con la voluntaria del hospedaje de peregrinos entre los bancos de ese viejo convento romano. A la mañana siguiente fuimos a escuchar a Francisco en la misa de Navidad dentro de la Basílica de San Pedro. Escuché su voz hablar de Jesús: “La presencia del Señor en medio de su pueblo libera del peso de la derrota y de la tristeza de la esclavitud, e instaura el gozo y la alegría".

Recordé la mañana en que murió Francisco cuando lo escuché por primera vez, una tarde en que estaba de visitas en Buenos Aires en el año 2008; y él daba una misa como Obispo de la capital federal. En esa época, lo reconozco, yo lo detestaba; quizá en virtud de mi anticlericalismo y mi adolescencia, o quizá por las notas que salían sobre él y su accionar en la dictadura en el Página/12 tanto como por su confrontación con Néstor Kirchner. En esa misa de Bergoglio desde la Catedral hacia la Plaza de Mayo no me gustó el público, no muy numeroso, por cierto, se trataba mayormente de gente de clase media alta que transpiraba antiperonismo. Estábamos con un amigo y nos alejamos lo más posible de esa escena hacia la Pirámide de Mayo.

Después que fue elegido Papa lo fui admirando y respetando cada vez más. Incluso llegué al paroxismo durante una etapa en que perdí la cordura. Recuerdo que cocinaba con un delantal que llevaba su rostro porque creía que así bendecía mis comidas.

Hoy encuentro un balance entre ese odio adolescente y la veneración, lo encuentro en esa misa romana del 25 de diciembre de 2014, en sus palabras caladas con el mismo cincel que las de San Francisco de Asís: “¡Cuánta necesidad de ternura tiene el mundo de hoy!", dijo Francisco en la homilía de la misa de Nochebuena a la cual asistí: "¿Tenemos el coraje de acoger con ternura las situaciones difíciles y los problemas de quien está a nuestro lado, o bien preferimos soluciones impersonales…?”

II

Cuando estaba eligiendo el equipaje que llevaría durante mi peregrinación no pude evitar cargar un libro, por supuesto que tuve que elegir uno liviano. Llevé “La Forza della Leggerezza”, un librito de 80 páginas de Arturo Paoli, un cura italiano que predicó durante años en África en la pobreza. Recuerdo un fragmento de su libro que quedó impregnado para siempre en mi mirada: “Al alba de cada jornada, el cielo que, del negro, impenetrable, se transforma en azul, me sugiere que un gran manto de ternura envuelve a la humanidad”.

Durante mi viaje a pie hacia Roma me solía levantar en esa hora en que el cielo se pone de un azul tierno. Hacía frío, recuerdo que mi mayor miedo antes de iniciar el viaje era el invierno, el crudo invierno del norte de Italia, un frío que, al haberme criado en Rosario, no estaba acostumbrado a pasar. Un frío que trae la nieve sobre los bosques y caminos que me tocaba atravesar. A los pocos días de iniciar el viaje, unas monjas de Monteriggioni me regalaron un sobretodo negro. Entre las hermanas del convento había una de 102 años y otras dos de Perú, se las veía contentas con su elección de vivir dedicadas a la espiritualidad. Llegué incluso a pensar en tomar los hábitos como alguna vez quiso también Haroldo Conti, que en su última carta a sus hijos les escribió: “Recuérdenme siempre con ternura…”

III

La misma Iglesia que nombró a un Papa vinculado a las Juventudes Hitlerianas luego puso en la Santa Sede a Francisco, un hombre que abogó por cuestiones cruciales del siglo XXI como el cuidado del planeta. Él solía usar una expresión, para referirse a la madre tierra, llena de un auténtico sentido poético y de comunidad: “la casa común”. 

En la encíclica “Laudato Si”, escribió cosas como estas: “Un verdadero planteo ecológico se convierte siempre en un planteo social, que debe integrar la justicia en las discusiones sobre el ambiente, para escuchar tanto el clamor de la tierra como el clamor de los pobres”.

Francisco planteó un ecologismo social, la contracara de las ideologías de ultraderecha que ganaron terreno en este último tiempo, consciente de que como dicen en Games of Thrones, “el invierno se avecina”, un invierno que con suma probabilidad sea de más calentamiento global, más crisis hídrica, hambre y desigualdades.

Es llamativo que en 2008 ese mismo hombre haya confrontado con el gobierno, me hace pensar que fue una persona que salió del closet al convertirse en Papa. Acaso estuvo, secretamente, toda su vida aguardando ese momento. La idea de pensar una vida construida sobre el supuesto de convertirse en Papa me parece fascinante. 

Acaso no fue así, y del mismo modo que hay quienes se ven corrompidos por el excesivo poder otros encuentran en esas circunstancias su más auténtica lucidez, integridad y ternura.

IV

Cuando decidí hacer el viaje a pie, mi mayor miedo era el invierno, pero seguí caminando, caminé por senderos entre los bosques donde acechaban los jabalíes, por pueblos del medioevo que me recibían entre la niebla, por banquinas de autopistas despiadadas; con frío y cansado seguí andando por caminos de tierra, por calles de ciudades como Siena, a la vera de campos de vides, por el conurbano romano, hasta que un 24 de diciembre de 2014, luego de dos semanas de solitaria peregrinación, llegué a la Plaza San Pedro.

Esa noche salimos a dar un paseo que duró toda la noche. Estábamos Moto, un japonés que había dejado su trabajo bien remunerado en Sony para dedicarse a vivir como peregrino; Esteban, un andaluz al que le habían diagnosticado cáncer y en vez de someterse a la quimioterapia había decidido marchar caminando hacia Santiago de Compostela, luego desde allí hasta Roma y tenía planeado seguir hasta Jerusalén; Vittoria, la voluntaria bolognesa que estudiaba Filología en la Universidad más antigua de Italia; y yo que había seguido el consejo de Herzog. 

Llegamos caminando por las calles romanas hasta el Aventino, una de sus “siete colinas”, paseamos por un jardín de naranjos, y luego vimos un turco llamado Abel que estaba mirando por el ojo de una cerradura en una enorme puerta de madera que pertenecía a una institución de los Cruzados, la Orden de los Caballeros de Malta. Después nos haríamos amigos con Abel que había pasado un año de su adolescencia de intercambio en Pergamino, y resultó ser fanático de Argentina y del Fernet. 

En ese momento lo imitamos y nos agachamos para mirar por el ojo de esa puerta de más de tres metros construida en 1765; primero Vittoria, luego Moto, después Esteban, cada vez que uno de ellos espiaba por esa cerradura luego levantaba la cara fascinado. Finalmente tocó mi turno, espíe y no lo podía creer, mi ojo izquierdo hizo de llave y desde allí pude observar perfectamente la Cúpula de San Pedro iluminada, a su alrededor la envolvía ese manto de ternura que tiene el cielo azul antes del amanecer. Durante 12 años algo de esa ternura la iluminó también desde adentro.