Argentino, nos dice el lingüista Ángel Rosenblat, es un adjetivo latinizante que equivale a “platense”, a ciudadano del Plata. Sin embargo, los sinónimos parecen haber tomado distancia. Más de una vez nos sucedió encontrar cierto recelo por parte de algunos escuchas, en particular de habitantes de las provincias que no pertenecen al litoral, ante el gentilicio “rioplatense” como equivalente de argentino. En una ocasión, un neuquino nos refirió -a rioplatense- como sinónimo de porteño. Otros, remiten al gentilicio –rioplatense- como una forma de llamar a los orientales cuando se los quiere atraer a la órbita argentina. Por ejemplo, el escritor rioplatense Horacio Quiroga, o el varón del tango, el rioplatense Julio Sosa. Nunca funciona al revés, es decir, el cantor rioplatense Atahualpa Yupanqui, o el escritor rioplatense Jorge Luis Borges. Más bien, parece un solapado recurso para evitar la mención de que el autor es uruguayo.
Tenemos que decir que estos eufemismos y esos rechazos nos provocan perplejidad (como casi todo). Igual, es notable cómo el vocablo argentino resignificó su sentido al punto de desconocer al río que le da su nombre y al Cerro Rico del Potosí que en su momento lo reconfirmó en sustancia. Ya nadie parece considerar su rioplatinidad, o su platinidad, para el caso, en Bolivia, en Paraguay o en Neuquén. Quizá en la región Patagónica, una antigua dependencia de Buenos Aires, la falta de identificación con el Plata se deba no solo a la distancia sino a que el territorio fue conquistado cuando la confederación de provincias había dejado de llamarse “del Río de la Plata”. Los últimos amagues por mantener al Plata en vigencia estuvieron dados por Sarmiento a quien el nombre “Argentina” le provocaba rechazo. Para el sanjuanino, Argentina estaba emparentado con la Confederación de Urquiza y le traía recuerdos de federación y caudillismo. Así como modificó el color de la bandera por el celeste, prefería comenzar de nuevo con la República del Río de la Plata. El nombre, como se sabe, no prosperó, de otro modo la suerte del gentilicio habría sido más envolvente.
Por alguna razón del orden político, o religioso, o ambas, en la última década del siglo XX se desempolvó del arcón municipal un antiguo escudo para representar a la bandera de la novísima gobernación y Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Se trata del águila imperial de los Hohenstaufen, una dinastía originaria de Suabia, luego emblema del Sacro Imperio Romano Germánico. El águila dedicada a la ciudad-puerto sostiene desde una de sus garras, por gracia de los Habsburgo, “una cruz colorada sangrienta” de la Orden de Calatrava y una corona imperial “con el propósito firme de ensalzar la santa fee catolica y servir a la rreal corona de castilla y leon”, tal como reza la orden colonial de 1580. Hay que decir que la curiosa reimposición del escudo como bandera no va muy bien con la Capital de la República, ni con su cosmopolitismo, ni con la tolerancia religiosa que observa, a diario, Buenos Aires.
El espectador podrá reconocer que en el escudo aparecen también cuatro aguiluchos que reclaman la atención del gran pájaro coronado. Estos representaron –alguna vez– las cuatro ciudades que Juan de Garay fundó o pensaba fundar. Una de ellas es Santa Fe, emplazada en 1573, cuyo escudo es hoy un gorro frigio, emblema de la libertad republicana, y a menudo antimonárquica. El segundo aguilucho representa a Buenos Aires. Las otras dos fundaciones no llegaron a concretarse, al menos por Garay. Una de ellas es la ciudad de Corrientes. El cuarto aguilucho representa a la ciudad de Concepción del Bermejo, una ciudad fundada en 1585 en lo que es hoy la provincia de Chaco. Esta última fue arrasada por los indios guaycurúes en 1632 y no volvió a levantarse.
De modo que, regresando al tema de la representatividad y simbología, la bandera, reinstaurada en 1995 parece marchar a contrapelo con el objeto representado, es decir, Buenos Aires.
El origen del águila en la heráldica proviene de la Antigua Roma. Era usada por las legiones como estandarte. Más tarde la misma fue adoptada por Carlomagno como símbolo de su imperio y luego retomada por los suabos de Schwaben, sur de Alemania. Para la llegada de Carlos V el monarca contaba con el dominio más grande del siglo XVI el cual incluía Artois, Flandes, Brabante, Luxemburgo, el Franco Condado, el Reino de Castilla y Aragón, Cerdeña, Sicilia, Nápoles, América, Austria, Estiria, Carniola, Carintia, Tirol y Alsacia, entre otros territorios. A esa altura un águila negra era querida por casi todos con el objeto de quedar bien. Carlos V le regaló una como escudo de armas a la Ciudad de Santa Fe de Bogotá de la Nueva Granada en 1548 con el claro objeto de “pacificar y sojuzgar e poner debaxo de nuestro yugo e Señorío Real”.
El águila de Suabia que el vascuence Juan de Garay le dio a Buenos Aires lo hizo de comedido sin que nadie se lo pidiese. Habría que aclarar que tan poca atención prestó la incipiente villa de Buenos Aires a su escudo de armas que, para 1615, tres décadas después de impuesto, se creía que este escudo estaba conformado por “un pellícano y cinco hixos”. Para 1650 el Cabildo ya se había olvidado de aquella águila y de ese pelícano proponiendo como escudo una paloma blanca, un mar y un ancla. El águila negra la sacó a flamear en los epígonos del siglo XX el intendente Jorge “topadora” Domínguez durante el período conocido como menemismo.
El actual escudo del Potosí fue otorgado a la Villa por el quinto Virrey del Perú, don Francisco Álvarez de Toledo, el 2 de agosto de 1575. La imagen heráldica muestra un campo amarillo con las armas reales de Felipe II, más dos castillos y dos leones, un toisón de oro junto a un águila imperial de dos cabezas. La particularidad es que las cabezas están ausentes, cortadas a la altura del cuello y una corona flota sobre los muñones que asemejan a dos mangueras o a los menudos de un pollo. Ningún libro de heráldica, ni siquiera aquellos que tratan específicamente del escudo del Potosí, explican el porqué de estas águilas decapitadas. Para el Imperio, el águila bicéfala simbolizaba la dinastía de los Habsburgo en unión con la Monarquía de España. De ahí que el lema del escudo –que describiremos en breve– se desdoble entre el poder del emperador del Sacro Imperio Romano Germánico y la prudencia del rey de España. Ahora bien, no estaría de más señalar que el águila de dos cabezas representó –para los masones que vinieron luego– la Sabiduría. Desde este punto de vista una de las cabezas representaría el Orden y la otra el Progreso. No creemos que el virrey Álvarez de Toledo haya querido ver en el emblema de los dos muñones la falta de Orden y Progreso coronados. Sin embargo, cuando vemos que la Villa llegó a tener 160.000 habitantes para comienzos del 1600 y solo unos 8000 en 1825, fecha de su independencia, uno no puede más que ponderar las razones del emblema.
El escudo de la ciudad de Potosí porta en latín un apotegma de Felipe II “CESARIS POTENTIA = PRO REXIS PRUDENTIA = ISTE EXCELSUS MONS ER ARGENTEUS = ORBEM DEBELARE VALENT UNIVE[R]SISUNT”. Traducido significa: “El poder del Emperador, la prudencia del Rey y la plata de esta argéntea montaña, bastan para apoderarse del orbe entero.”
Cuando la clase media argentina se lamenta de que su país no está a la altura de sus potencialidades no estaría mal recordar esta frase de Felipe II y el modo en que fue malversada la plata americana por el imperio; y qué fue de la fortuna obtenida por España. Usufructuada por Inglaterra, aprovechada por Francia, los Países Bajos, los prestamistas de la corona, los mercenarios, los espías, los diplomáticos que ofrecían sus servicios, los Estados Pontificios, los portugueses y cualquier otra organización que pudiera echar mano de la plata americana.
Si no fuera porque no nos agrada generalizar podríamos decir que las malas administraciones se heredan igual que la lengua, y se transforman en modalidades vernáculas sobre una estructura ya impuesta por el conquistador. Por supuesto, y de todas maneras, la herencia es lo que hacen los herederos con ella. Quizá nos sirva de consuelo pensar que España, con todos los recursos que tuvo para armar el imperio más grande del orbe solo logró una caída a la altura de sus posibilidades y que de este modo la Inquisición no prosperó ni en Europa ni en el Nuevo Mundo.
Quién puede asegurarnos que la Argentina, una vez obtenida su independencia, y de haber manejado sus ingresos de modo imperial, no habría encontrado en su destino males peores que los que ha encontrado en su errática política de desdecirse cada diez años.