Mi cuarto día como housekeeper limpié tantos inodoros que perdí la noción del tiempo y el espacio. Me despegué de mi realidad material para flotar en un hedor tibio de anti sarro y desinfectante, que me sumergió en un sueño movedizo de trapos mojados y mopas burbujeantes. En lo que podría ser una clase de crossfit, bajaba y subía, bajaba y subía; arriba y abajo, arriba y abajo; en sentadillas y haciendo movimientos circulares frenéticos con el brazo para secar la mampara de la ducha, con los ojos entrecerrados y pegando la nariz al vidrio para aspirar, lo más posible, los desprendimientos volátiles de los químicos abrasivos.

Primero los sprays antisépticos, después una enjuagada con la ducha, después la esponjita, después el trapo, y al final el abrillantador. A las canillas hay que sacarle brillo con un tissue. Hay cuatro tipo de toallas y cada una se dobla de una forma diferente, las batas van junto a las pantuflas de cortesía, al lado del secador de pelo y las tacitas. Hay dos tipos de papeles higiénicos y cada uno tiene su protocolo para ser guardado, con el borde finalizado con dos tipos de origamis diferentes. La bolsa de basura del baño no debe sobresalir del basurero, para eso hay que atarla con un moñito especial. Las perchas vienen: primero las de madera fina, luego las gruesas, y por último la de las pinzas. Los tés: abajo el de hojas negras, arriba el de las verdes y los sobres de azúcar negra y blanca.

Mientras entrecerraba los ojos y me dejaba arrastrar por ese estado disociativo químico, escuché de fondo una voz lejana: “¡Darling, Darling, you are a disaster!”. (¡Querida, querida, sos un desastre!). Era Rádika, la housekeeper que me estaba entrenando: una nepalesa de mi edad, más petisa que yo, puro músculo, gemelos de levantadora olímpica y las manos convenientemente anchas. Para trabajar en Dinamarca antes tuvo que sacar una visa portuguesa y, para eso, aprender portugués. “What did I do? What did I do??”, (¿Qué hice? ¿Qué hice?) le pregunté poniéndome de pie enseguida y corriendo a su lado, casi lista para hincarme de rodillas y pedirle perdón. 

La cronista, con el uniforme del trabajo y el logo debidamente borrado

Mi cerebro no distinguía yo si estaba en peligro porque me perseguía un francotirador, o porque había hecho mal una cama. Efectivamente, había hecho mal una cama. El ángulo izquierdo del duvet no había quedado correctamente plegado, se arrugó la esquina y había que hacer todo de nuevo. “Tem que fazer muitos quartos Darling, and you are making me waste my time! Come one, hurry up, HURRY, HURRY!! Correu, correu!”, me gritó sacándome el trapo de la mano, mientras se enjuagaba el sudor de la cara con una de las toallas usadas que había dejado el último huésped.

Rádika estaba fastidiada: por mi error nos habíamos atrasado, iba a tener que usar los preciados minutos de su almuerzo para no perder el ritmo y seguramente la manager iba a ser notificada. El castigo, para ambas, era inminente. Cuando supo que iba a salir más tarde del hotel, agarró su celular y le empezó a escribir rápidamente a su marido. Rádika, como muchos migrantes, vive en Malmö con sus hijos, una ciudad sueca a 30 minutos del centro de Copenhagen, donde el alquiler y los costos de vida son un 50% más baratos. Está cerca, pero depende de la frecuencia de los trenes, y cualquier retraso impacta de forma directa en el resto de su rutina. Le pedí disculpas como pude, le expliqué que la próxima lo iba a hacer mejor, que no había sido mi intención hacerla perder el tiempo, que me de otra oportunidad, que aunque ella me haya explicado 50 veces cómo tender el duvet, no logro manejar la técnica.

Cambiar el duvet es lo más difícil. Y lo más importante: la cama es lo primero que ve un huésped. Hospedarse una noche en ese hotel cuesta casi como un sueldo mío y la cama tiene que estar lista para que descanse Mick Jagger, Bill Gates o el secretario de la ONU. El duvet es el relleno de lo que nosotrxs conocemos como acolchado: un plumón pesadísimo tamaño king-size. Lo que se le cambia, entre huésped y huésped, es la funda: una sábana igualmente pesada, suave, que se pega al plumón por la estática del roce. Este proceso tiene que hacerse en menos de cinco minutos: Rádika es tan buena que, en el hotel, usan sus camas para sacar las fotos de prensa. Cuando una muere, en el paraíso te espera una cama como las que hace Rádika. Y cuando Rádika muera, la espera una cama hecha por dios.


Una técnica indescifrable

Rádika ya me mostró ocho veces su técnica y no logro descifrarla. Mueve las manos con la rapidez de un mago que hace un truco de cartas, el duvet se funde en las sábanas, ella se funde con el duvet, enrolla y desenrolla, estira y junta, hace coincidir costuras y esquinas, con un giro mágico logra su obra. Me dice, señalando la cama: “Agora, faz você”. Yo me paro frente a ella: nunca pensé que poner una funda me iba a dar taquicardia. Tenemos los minutos contados y Rádika se quiere ir ya. La cama es un monstruo que me espera, inmóvil, para tragarme: me acerco a él con cautela, lo abordo desde una esquina, levanto el duvet y se me cae al piso inmediatamente; es demasiado pesado para mis brazos, a los tumbos trato de juntarlo, en el proceso me tropiezo, se arruga y ya no sirve mas. Hay que buscar otra funda recién planchada.

Se espera que las housekeepers hagamos de cero un cuarto de un hotel 5 estrellas en 20 minutos, lo que incluye pasar la aspiradora, la mopa, el Blem, el plumero, los trapitos, cambiar la ropa de cama, reponer los tés y cafés, limpiar la vajilla, sacar la basura y poner los accesorios. Para ordenar los cuartos de los huéspedes que aún no se van, tenemos 10 minutos, y 5 si somos dos. Por día, las trabajadoras hacen alrededor de 15 habitaciones en 4 horas, por 140 coronas por hora. Después de deducir impuestos (un 38%), quedan alrededor de 13 euros por hora en mano. Si una se retrasa, su media hora de almuerzo, que es descontada del salario, es usada para avanzar con la hoja de habitaciones pendientes. Si, aún así, el retraso es demasiado, otras housekeepers tienen que ayudar: una disrupción molesta que hace que este frágil equilibrio cronometrado, donde no hay margen de error, empiece a tambalear y ponga en juego el cronograma de todo el equipo.

Imagen genérica de un cuarto de lujo, similar a los que tenía que limpiar la cronista

Bajar al comedor del hotel, un inframundo de pasadizos, calderas, lavarropas industriales y luces de tubo fluorescentes, donde almuerzan los trabajadores, se siente como descender a la bodega del Titanic. La comida, que se sirve como un buffet, no es gratis: cada a++9lmuerzo cuesta alrededor de cuatro euros, y es descontado por default del salarioMi mesa está compuesta por chicas de Senegal, Rumania, India, Afganistán, Marruecos, Nepal y Ucrania. Los ayudantes de cocina y los trabajadores de maestranza son, en su mayoría, de la India. Muchas de mis compañeras no hablan inglés y se distribuyen por nacionalidad. Mi cuerpo reclama hidratos de carbono y como una montaña de arroz de forma desquiciada. Rádika, que se sentó a mi lado, me advierte: "Darling it's time, we have to go, we are late" (Querida, es la hora. Tenemos que irnos, estamos tarde"). Cargo mi botella de agua y la tomo en el camino, empujando el trolley. De casi 40 personas comiendo durante mi turno, no hay un solo danés a la vista.

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Llegué a Dinamarca para hacer una maestría a mitad de abril, después de haber estado un año en Argentina gastando mis ahorros para pagar las tarjetas con las que, en cuotas, compraba mi comida. Mandé mi CV un martes para trabajar en esta empresa, una agencia que terceriza servicios de limpieza, y que es conocida por tener los mejores convenios hoteleros con alojamientos de lujo. El jueves empecé a trabajar en un hotel 5 estrellas de una famosísima cadena de alta gama.

Me metió Emilia, una amiga con la que comparto el piso. Ella fue seis meses housekeeper durante un inverno danés donde no vio el sol durante semanas, y me advirtió fervientemente que “por favor, por favor, por favor” no me aferre a ese trabajo, que lo haga solo si estoy desesperada. Y yo estaba desesperada. “Todos los días me pregunto cómo no me rajé un tiro en ese momento. Estaba tan deprimida que no tenía fuerzas para hacer nada, ni para buscar otra cosa. Llegaba del laburo y me tiraba a dormir, era una planta, me quedaba dura mirando la pared. En un momento empecé a ir al gimnasio, porque quería que me duela el cuerpo por algo que no sea hacer housekeeping. Me fumaba unas secas antes de entrar al hotel, porque sino, no resistía”, recuerda Emilia de esa época.

Para ella, lo peor no era la parte física ni el maltrato de las managers, otras migrantes como ella, ucranianas, sino la cuestión mental: “Me disociaba de la realidad. Me despersonalizaba. El ritmo de trabajo era fatal. Me ponía música y lloraba haciendo las camas. Cuando me tocaba ir menstruando, esos días me re quería matar. Pero te acostumbrás. No sé cómo, pero te acostumbrás”. Emilia es de un pueblo de la Patagonia y, antes de emigrar a Dinamarca, trabajó casi diez años como psicóloga en un penal, hasta que la echaron el año pasado y tuvo que irse del país. Ahora, trabaja 12 horas por día repartidas entre un catering y la postería de un iraní.

La capital danesa es una de las ciudades más caras de Europa.

Mi primer día de trabajo me entrenó Zhermina. Es de Afganistán, tiene la piel dorada, los ojos color miel, una sonrisa dulce y el pelo larguísimo como una catarata, brillante y negro. Me trata con suavidad y quiere ayudarme. Me mira con compasión, como si yo fuese un animal extraviado. Cuando le pregunto si le gusta vivir en esta ciudad, pone cara de asco, frunciendo la nariz, y niega con la cabeza. Con la llave abre la puerta de un cuarto que acaban de abandonar unos turistas; es la primera vez que veo por dentro la habitación de un hotel cinco estrellas. 

Zhermina entra con la determinación de un comando policial y empieza sus tareas de desinfección con la precisión y velocidad de una ninja. No habla inglés, pero con gestos me indica que primero la mire, y que después la copie. Hay cáscaras de pistacho sobre la alfombra, preservativos usados asomando del tacho de basura, cajas vacías de maquillaje Dior y MAC, envoltorios de chocolates Lindt al lado de una botella de champagne semi vacía. La cama, deshecha, todavía está tibia. Esquivo los remanentes del lujo listos para ser limpiados, soy una voyeur del lujo ajeno.

Dinamarca, una decepción para los no daneses

“No te esperes demasiado cuando la veas, no es la gran cosa”, me dijo Mihai, el chico moldavo con el que salí un par de veces, en nuestra primera cita, mientras me llevaba a ver la estatua de La Sirenita en Copenhaghen. “¿Y por qué estamos yendo?”, le pregunté. Era de noche, me ardían las mejillas del frío, habíamos tomado un par de cervezas y caminado 40 minutos. “Para que aprendas a aceptar las decepciones de Dinamarca”, me respondió. Al lado nuestro, un grupo de turistas japonesas grababan TikToks posando como sirenas kawai.

Para muchos, la estatua de la Sirenita, uno de los íconos de la ciudad, no es lo único decepcionante de Copenhague 

Ese día yo había trabajado casi seis horas como housekeeper, tenía los músculos entumecidos y necesitaba que alguien se ocupara de mi. Mihai me invitó a su casa, me hizo reír y me abrazó. Dormimos tapados con una colcha de Harry Potter de una plaza que le había regalado su cuñado, otro moldavo que vende ropa de cama en un pueblo del norte. Mihai vive en un monoambiente más chico que las habitaciones que limpio, frente a una autopista. No tiene nada: ni una planta, ni un cuadro, ni un adorno. Apenas algunos libros de geopolítica, una mesa de jardín plegable y unos contenedores de batidos proteicos sabor frutilla. Hace más de ocho años que vive en este país y no tiene ningún amigo danés. No los soporta. Sus amigos son otros migrantes como él, sobre todo, es amigo de los argentinos con los los que trabaja y con los que juega al fútbol. Me habla en inglés y en castellano.

A las 6AM le sonó la alarma, saltó de la cama, sacó su tabla de planchar, se la puso sobre las piernas sentado en el piso en la oscuridad y empezó a sacarle las arrugas a su uniforme. Trabaja de recepcionista en un hotel cinco estrellas parecido al mío, diez horas por día. Se tomó su vitamina C, D y una cápsula de Omega 3, se hizo un café, un sánguche para él y otro para mi. Lo dejó sobre la mesa, se puso perfume, me dio un beso en la frente y me dejó durmiendo, sola, hasta el mediodía. Lo único que le podría haber robado eran dos paltas.

Con Mihai nos conocimos esa noche. Quedamos en vernos a las 7:30 PM en un bar del centro: un pub irlandés genérico. Llegué a la cita 15 minutos retrasada y con el pelo mojado. Él me advirtió que tenga cuidado con eso, “la puntualidad es MUY importante en Dinamarca”. Yo le pedí disculpas y me dijo: “esta vez te la dejo pasar porque sé que ser housekeeping es lo peor de la industria hotelera”.

“Las empresas tercerizadas de limpieza se matan por conseguir los contratos en los hoteles grandes, y eso lo consiguen asegurando la mayor cantidad de cuartos limpios en la menor cantidad de tiempo. Por eso tienen a las trabajadoras con los minutos cronometrados para limpiar un cuarto, y la presión recae también sobre las managers, que tienen que sostener esos tiempos para que los contratos no se caigan. Las housekeepers son el último eslabón de esa cadena y la principal variable de explotación”, me explica Mihai. Antes de ser recepcionista estudió gestión hotelera, manejó un camión, repartió pizzas y estuvo varios años empleado en un depósito, “sintiendo vergüenza de ser moldavo” en una sociedad que lo mira “como ciudadano de segunda”. 

Estatua de La Sirenita genéticamente modificada, que representa el estado espiritual y físico de la cronista

Cuando tuvo su entrevista de trabajo para entrar al hotel, Mihai practicó una semana frente al espejo lo que iba a decir, palabra por palabra. “Yo sabía que para quedar en este puesto tenía que trabajar el doble de lo que lo haría cualquier danés. Pero no creo que ningún danés esté dispuesto a hacer mi trabajo, al menos no con mis condiciones laborales. Los daneses nacen ricos y trabajan cuatro días por semana, cuatro horas, y ganan 5 mil euros. Este país lo sostienen los migrantes. Y por eso los daneses tienen la calidad de vida que tienen”.

Mi carrera en housekeeping duró poco: a la semana me llamaron para trabajar como ayudante de cocina en un negocio de shawarmas, en el patio de comidas de un parque de diversiones. Es como un McDonalds árabe, donde estoy a cargo de la freidora de papas fritas y la plancha. Me pagan menos que en housekeeping, pero lo acepté porque supe que nunca iba a poder hacer el duvet. Aunque trabaje 10 horas y me quede hasta el cierre, a las 11PM, los dueños no me regalan los shawarmas. Pero cuando ellos no me ven me robo algo del relleno, que comemos juntas con Emilia cuando las dos llegamos de trabajar, a eso de la medianoche: yo llevo la ensalada y ella me trae las sobras de los postres.